¿En nombre de qué valor supremo vamos a resignar el rol institucional que le cabe a este Congreso?

Norma Morandini y su oposición a los Superpoderes

...sin resignar la convicción profunda de que no puede haber efectiva democracia sin un contrapoder crítico y es a este Congreso a quien le corresponde cumplir con ese papel de contralor.

Expresiones de la diputada nacional Norma Morandini

en la sesión del día 02 de agosto.



Buenos Aires, 03 de agosto de 2006.-





Como se ha visto, integro un pequeño bloque que en su composición está configurado por personas de procedencia, prácticas y visiones que no siempre son comunes pero están amparadas bajo el mutuo respeto. Sin embargo, esto que se puede ver como una rareza política y que se puede interpretar dramáticamente como la fragmentación de nuestra sociedad, también puede verse como una riqueza: la pluralidad de voces y colores que han ido surgiendo en nuestra sociedad en la medida en que nuestro país se ha ido soltando del chaleco de fuerza con el que el autoritarismo maniató la dinámica natural que da la libertad.

La sociedad argentina es hoy mucho más compleja y conflictiva que lo que ha sido en su pasado reciente. De modo que me pregunto y les pregunto, señores diputados, ¿por qué la democracia habría de ser tranquila, sin conflictos, si la sociedad que le da origen es plural, llena de tensiones, inmadura y contradictoria?

La democracia es orgánica y la democratización es un proceso en el que estamos involucrados todos. Hecha esta salvedad es que debo decir que hablo a título personal, convencida también de que expreso a una franja importante de nuestra sociedad que se define como independiente. Pero ser independiente no significa ser díscolo e irresponsable sino creer que se puede cambiar la tradicional lógica de la vieja confrontación partidaria por la superación del valor institucional.

Desde el primer día que me he sentado en esta banca me he preguntado cuál debe ser el tono de mi voz, si la función del intelectual, como dice el teórico italiano Gianfranco Pasquino, consiste en interpelar al poder político, contradecirlo si es el caso. Hoy que tengo el honor de integrar lo que debería ser la expresión más elevada de la democracia, me sigo preguntando cuál debe ser el tono de mi voz para seguir expresándome con honestidad para construir, sin agravios, sin descalificaciones, sin perder identidad, pero sobre todo sin resignar la convicción profunda de que no puede haber efectiva democracia sin un contrapoder crítico y es a este Congreso a quien le corresponde cumplir con ese papel de contralor.

Por eso me pregunto y les pregunto, señores legisladores: ¿en nombre de qué valor supremo vamos a resignar el rol institucional que le cabe a este Congreso? ¿Cómo delegar las facultades que definen a esta institución sin correr el riesgo de su mutilación?

A veces tengo la sensación de que todos los que aquí estamos en representación el pueblo de la Nación entregamos un lazo para que después nos enlacen. No hablo de este gobierno, el que sin duda restauró la esperanza y restituyó vínculos de confianza. Se trata de poner los ojos en el futuro y saber que sin instituciones sólidas no hay democracia que se precie porque, como advierten algunos teóricos, podemos tener Estado de derecho pero no siempre tenemos democracia, porque a veces los Estados de derecho amparan la democracia. El Estado de derecho remite a la ley y la democracia remite a la igualdad.

Pero la democracia, señores legisladores, no es sólo una cuestión de procedimientos sino también una cuestión de resultados, y los nuestros ‑tenemos que admitirlo‑ han sido calamitosos. Estamos muy lejos todavía de ser todos iguales ante la ley.

Desde que me senté en esta banca escucho con enorme atención todo lo que aquí se dice. He aprendido en este Parlamento, de todos los señores legisladores, mucho más de lo que he vivido como cronista aquí y allá en el mundo.
Pero debo ser honesta. Veo con enorme perplejidad cómo seguimos amenazándonos con nuestro pasado y cómo se invalida el debate con el mutuo fracaso. He visto cómo se evocan ante el calendario las fechas trágicas y gloriosas de nuestra historia sin que podamos traerlas al presente como enseñanza.

Tengo muy fresco el recuerdo de la sesión pasada, cuando mis coterráneos evocaron fechas muy caras para Córdoba: la reforma del 18 y el golpe contra don Arturo Illia, sin que podamos distinguir en esa trágica continuidad histórica entre los jóvenes reformadores del 18, muchos de ellos convertidos en comandos civiles en los 50 y en padres de los montoneros de los 70.

He traído este ejemplo porque creo que es reciente; y la historia, que no admite fragmentación, nos involucra a todos sin culparnos porque todos tenemos responsabilidad en el fracaso. Tampoco se ha advertido en este recinto que hemos avanzado sobre ese pasado, ya que a nadie se le ocurriría hoy resolver los problemas golpeando las puertas de los cuarteles como se lo hizo ayer.

Resulta muy fácil reconocer la debacle económica y la emergencia que siempre justificó la excepcionalidad pero cuesta reconocer la debacle institucional, aquella que estuvo a la vuelta de la esquina cuando se rompió peligrosamente la relación entre la ciudadanía y quienes la representan.

Es cierto, como se dijo en el transcurso del debate, que se usó y se abusó de la delegación de facultades. Es cierto también que a lo largo de todo el proceso democrático se extorsionó a la sociedad diciéndole: “Es el caos o nosotros.” Si los abusos y chantajes no hubieran desembocado en la brutal crisis del año 2001, tal vez podríamos aceptar los argumentos de aquella justificación.

Si pudiéramos evitar la desconfianza y dejásemos de ver segundas intenciones en las conductas de los otros, bajaríamos el dramatismo del debate para reconocer que en realidad, lo que hoy está en discusión es la vieja tensión entre el pragmatismo de los que gestionan, al que las sucesivas crisis redujeron la política, y el postergado ideal democrático.

Las urgencias económicas se nos impusieron como necesidad, mientras que la calidad democrática apareció como un artículo suntuoso. Ahora, tras décadas de crisis y urgencias, me temo que ha llegado el momento de construir una normalidad democrática que nos trascienda. Parafraseando a Rousseau, podré sentirme ciudadana de un Estado libre y miembro de un poder soberano. Por débil que sea mi voz en este recinto, el derecho de emitir mi voto en nombre de tantos me impone la obligación de ilustrarme sobre ellos.

Feliz me consideraré toda vez que en este recinto pueda meditar sobre las diferentes formas de gobierno. Para quien fue víctima de la prepotencia y la ilegalidad, no existe fuera de la democracia un sistema de gobierno que garantice la libertad y la justicia. Es un ideal por el que debemos seguir peleando y que encontrará igual pasión entre quienes creen que deben tener las manos libres para garantizar esa libertad y esa justicia, y quienes creemos que lo que nos trascenderá son precisamente las instituciones.

La legitimidad de un poder político no se debe definir por la conveniencia sino por la necesidad, y temo que los argentinos, escarmentados por el pasado reciente, ya comienzan a percibir la necesidad de instaurar una auténtica cultura democrática.

Por las razones expuestas vivo mi voto, que se leerá como negativo, como un voto a favor de la democracia y no como un voto más a favor de la Constitución.

Como siempre las frases de otros recurren en nuestro auxilio, cuando venía a este recinto encontré de casualidad una frase de Carlos Pellegrini: “A una gran Presidencia le corresponde un gran Congreso”.


Norma Morandini




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