Argentina premiada en Cannes: Historias extraordinarias

Informe de Roger Koza desde Francia

Especial desde Cannes. Fue durante el Bafici cuando el argentino Pablo Giorgelli se enteró de que su película Las acacias había sido seleccionada para la Semana de la Crítica, una sección paralela del festival más importante del mundo Ya había ganado algunos premios en esa sección, y probablemente eso ya era suficiente

Pero su película, al ser ópera prima, participaba de una competencia transversal en la que todas las primeras películas, sin importar la sección en que se exhiben, compiten entre sí.

Que Las acacias haya sido la elegida en Cannes no sólo debe hacer feliz a su director, sus actores y al cineasta devenido en productor del filme Ariel Rotter. Es el triunfo de un tipo de cine que no es precisamente el que gana Oscar y que tampoco funciona como paradigma para una supuesta industria nacional. Pertenece a un linaje cinematográfico que apuesta al riesgo y cree en el cine como un lenguaje sensible capaz de registrar los misterios de la vida humana en situaciones desprovistas de cualquier motivo trascendental.

¿Qué tiene de extraordinario el viaje de un camionero junto a una mujer de Paraguay y su hija de 8 meses, desde el norte del país a la Capital Federal, donde la economía verbal es ostensible y lo único que sucede es la aparición discreta de la fraternidad y el cariño? El registro, el modo de filmarlo, la concepción de puesta en escena y la valentía admirable de desmarcarse del dispositivo televisivo que ha encapsulado nuestro modo de experimentar las emociones.

Ver al genial director coreano Bong (The Host) darle el premio a Giorgelli resultó un acontecimiento de otro orden. Con él ganaron los simples, los que no usan joyas y a quienes la limusina les resulta una obscenidad que poco tiene que ver con el poder de una cámara.

Luces y sombras
Resulta escandaloso que un filme extraordinario como Le Havre, de Aki Kaurismäki, se fuera con las manos vacías, excepto por el premio de la crítica (Fipresci). Más escandaloso resultó el premio del jurado a Polisse, un filme políticamente sospechoso, no menos que su directora Maïwenn llorando y en estado de shock en el Teatro Lumière.

El premio al mejor actor fue para Jean Dujardin, que se luce en The Artist, el filme simpático de la competencia, aunque la labor de Michel Piccoli en Habemus Papam, interpretando a un papa que redescubre su deseo como sujeto y elige la desobediencia, era monumental. El trabajo de Kirsten Dunst en Melancholia, de Lars von Trier, estaba entre los mejores. “¡Qué semana ha sido ésta!”, dijo entre otras cosas. Después del affaire Von Trier-Hitler, la actriz tuvo su reconocimiento, más allá de que ahora el director danés es persona non grata en Cannes. Pero hubo otro danés que sí consiguió un premio inesperado: Nicolas Winding Refn se llevó el premio al mejor director; su película Drive ostenta una puesta en escena notable, pero nunca superior a la perfección visible del filme de Kaurismäki, entre otros. Por otro lado, el Gran Premio fue un galardón dividido: El chico de la bicicleta, de los hermanos Dardenne, y Érase una vez en Anatolia, del director turco Ceylan, entre las mejores películas, tuvieron aquí el reconocimiento.

Y, finalmente, la famosa Palma de Oro la ganó la película más arriesgada y fallida de la competencia: El árbol de la vida, de Terrence Mallick. Este filme, que oscila entre contar la historia de una familia en la década del ’50 y la historia del universo, con unos primeros 80 minutos extraordinarios pero con una recaída en un kitsch insalvable en donde la iconografía New Age se apodera de la genialidad del inicio y trastroca el asombro religioso sustituyéndolo por una espiritualidad light irredimible, fue el elegido por el jurado presidido por Robert De Niro. Elección predecible y agradable: la reconciliación con el cosmos es preferible a cuestionar la injusticia en cualquiera de sus variantes.

 

Roger Koza desde el Festival de Cannes

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