Votar o no votar, o qué votar, ésa es la cuestión

Roger Koza

Al menos durante el mes en curso, nuestra vida cotidiana estará signada por las urnas. Como siempre, estarán aquellos que desprecian en secreto el acto cívico que define la vida democrática, estarán los que intuyen el valor intrínseco que implica elegir representantes, los que se apasionan, los indiferentes e incrédulos, los que recién llegan a la mayoría de edad para votar y quizás experimentan un impensado entusiasmo.

La política y sus actores, siempre bajo sospecha, pues el lugar común y en parte la evidencia es señalar al político como un ladrón, tienen que rendir examen ante la supuesta decencia del votante, como si no hubiera un orden de continuidad entre el representado y el representante, como si la dirigencia viniese de un mundo maculado al que no pertenece el ciudadano indignado, que cree que la corrupción corresponde solamente a esos reos que viven en un congreso. Ese dualismo no es casual, ni mucho menos inocente. Es un resabio de un tiempo sombrío, un reflejo condicionado que lleva a sospechar de la política como actividad y que lleva a menudo, por ejemplo a muchos docentes, a pensar que la política en la vida adolescente es una distracción más perjudicial que la revolución hormonal que padecen sus alumnos. Es también lo que habilita la cobardía y la difamación impersonal contra todos aquellos que sí deciden dar la cara y eventualmente comprometerse en el destino de una sociedad y un pueblo. El cinismo cibernético y la militancia del mail en cadena son propios de un civismo atávico característico de un pasado en el que hacer silencio era sinónimo de salud. Es su contracara, el correlato inverso y perverso de aquello devenido en participación. A la distancia siempre es fácil ser incendiario y un alcahuete profesional de la indignación.

 

 

¿Pero por qué hablar de política en un editorial de un cineclub? Es notable observar cómo el spot político copia la gramática del cine. Cada spot remite a un tráiler, a una película futura, en donde se condensan diversas fantasías. Hay héroes, villanos, un mal que debe ser conjurado; fundamentalmente, se debe vender un relato. La música juega un rol central, y está claro que el modo de pensar la inserción musical proviene de una estética que nos lleva a California. Hollywood es el paradigma, la forma secreta que organiza la epopeya del candidato. En este sentido, mal que les pese a muchos, la sociedad del espectáculo va más allá del éxito de un cómico berreta devenido en protagonista advenedizo de la vida política nacional; la política del espectáculo y el espectáculo como política hace rato que predominan y organizan el imaginario social.

 

 

Por eso importa la forma cinematográfica. Ver otro sistema de representación cinematográfica es indirectamente alejarse de la lógica del espectáculo. Una tarea política necesaria, tal vez urgente, consiste en restablecer una experiencia sensible e inteligente con las imágenes. Un cineclub puede aportar algo al respecto, pues, en última instancia, la forma cinematográfica es una forma de lucha, y las luchas de hoy tienen una forma en la que se devela una ideología. Saber mirar, aprender a hacerlo, es uno de los requerimientos de cualquier sujeto que aspire a emanciparse y conjurar la enajenación sistemática en la que las imágenes son portadoras de un veneno capaz de lograr el insólito gesto de regalar nuestro tiempo a un sinfín de sinvergüenzas. Esos que definen las pautas del esparcimiento y que propagan la psicosis colectiva en un carnaval infinito en el que baila y se confiesa una sociedad, la del espectáculo, la nuestra.

 

 

Roger Koza, programador

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