FESTIVAL INTERNACIONAL DE CINE DE GUADALAJARA LA CONSPIRACIÓN DE LOS NECIOS

Informe de Roger Koza desde México

El influyente crítico de Variety Robert Koehler decía a propósito de los premios de la edición 25 del Festival Internacional de Cine de Guadalajara, que finalizó ayer: “El jurado debe haber estado fumando algo

Discúlpenme, pero cualquier grupo de personas que le otorgue un premio a la disfuncional y risible Retratos de un mar de mentiras, de Gaviria, y a la espantosa Rabia, de Cordero, francamente, tiene que ser cuestionado”. Tal declaración no podría ser más exacta. Koehler proseguía su invectiva y le apuntaba también a Zona sur, un film proclive a la sospecha (y que generará tal vez alguna polémica en el próximo Bafici), argumentando de que el film del boliviano Juan Carlos Valdivia no es otra cosa que un “ejercicio en movimientos de cámara”. Aquí tengo un ligero desacuerdo con Bob, pero más aún lo tengo con los miembros del jurado quienes vieron en el film de Valdivia un retrato del “proceso único de transformación que vive en la actualidad la sociedad boliviana”, film que –agregan- “cierra la historia de una manera sorprendentemente armoniosa con una nota de optimismo”. Es cierto que la película sugiere sesgadamente el sismo simbólico que ha implicado la asunción de Evo Morales al gobierno, una implosión sobre la distribución del poder, pero el supuesto optimismo final, y su utopía humanista a escala humana, más allá de las intenciones del director, es la fachada de un delirio nacional y un pacto siniestro entre clases, que tiene siglos en la perpetración de una dialéctica negativa, es decir, sin superación, entre quienes han sido amos y quienes han sido esclavos, excepto que el mentado optimismo sea leído aquí como una expresión de racismo con rostro humano.

La ganadora absoluta, Retratos de un mar de mentiras, intenta ser un filme de denuncia sobre la situación de miles de colombianos que son desplazados de sus tierras por terroristas, paramilitares y forajidos. Después de la muerte de su abuelo, una jovencita traumatizada viaja con su primo, fotógrafo y mujeriego, desde Bogotá al Caribe para reclamar por sus tierras heredadas. La ingenuidad política es aberrante, la puesta en escena es deplorable.

En efecto, el film de Carlos Gaviria, premiado por “evidenciar la problemática de nuestra actualidad política” no solamente es estéril a la hora de ensamblar las calamidades sociopolíticas de su país sino que además vuelve a legitimar lo peor del realismo mágico y perpetúa una descripción de la composición social colombiana inexacta y ridícula: la candidez de la gente sencilla es avasallada por los bárbaros vernáculos, quienes venden droga, se apropian de tierras y matan sin remordimientos. ¿Resulta familiar? No es de Hollywood, pues tiene su color autóctono y un presupuesto exiguo, aunque la construcción del latino dista de ser disímil a la de aquellos filmes en donde algún héroe trasnochado atraviesa esa calamidad ontológica y barbárica del pueblo latino y sus eternas calamidades del subdesarrollo.

Es cierto que Retratos de un mar de mentiras “evidencia” la tensión política de Colombia, el mal funcionamiento de algunas instituciones y la pobreza estructural. La crítica más “aguda” pasa por mostrar el (no) funcionamiento de la salud pública y el cinismo policial, en una escena cercana al desenlace. Pero la película nunca consigue trascender el patético y espantoso prólogo: mientras el abuelo, alcohólico y violento, le grita y pretende castigar a su nieta, adolescente enmudecida y enajenada en simbolismos religiosos, ésta se refugia en su habitación. Llueve y el viento sopla como si se tratara de un tornado. Viven en el tope de una colina en Bogotá. El temporal literalmente quiebra la casa, como si fuera una cita caprichosa a La quimera de oro, y se lleva a la casa y al abuelo, aplastado por los ladrillos y vigas de una construcción precaria. La escena posterior es, lógicamente, un entierro. La heroína mira al difunto, y de pronto, como si se tratara de un Lázaro imaginado por los hermanos Wayans, el muerto enverdecido se levanta y una vez más la amonesta a su nieta. ¿Es un fantasma? ¿Es una alucinación de la jovencita? Después de esos dos segmentos, el jurado debería haberse sentido indignado, aunque previamente los programadores de la sección competitiva tendrían que haber pensado bajo cual criterio eligieron un film como el de Gaviria.

Un festival debe ser muy celoso de sus competencias; eso supone explicitar el cine que defiende y por el que se habrá de educar a su audiencia. Programar en una competencia Retratos de un mar de mentiras, o incluir esa entelequia bizarra y secretamente pretenciosa llamada Lisanka, del cubano Daniel Díaz Torres, una lectura infantil e ideológicamente confusa sobre la crisis de los misiles en 1962, cuyo relato gira en torno a los encantos de una mujer cortejada por tres hombres (dos cubanos y uno ruso), debilita cualquier pretensión de prestigio artístico para este festival o cualquier otro. Es que estas películas estéticamente anacrónicas e intelectualmente perezosas boicotean la selección oficial y confunden, además, al público (y a juzgar por los resultados al jurado) que juzga como conmensurable un film como La mujer sin piano respecto de uno como No se puede vivir sin amor (del primero ya hablaré; del segundo, dejar constancia que es peor que el film ganador). Una opción elegante es instituir una sección llamada Panorama Latinoamericano, y entonces sí: programar todo lo que se filma en el continente.

En la misma sección, Sebastián Cordero se llevó el premio a mejor dirección por Rabia, un filme que también pretende ser de denuncia, aquí aplicada al trato de los inmigrantes en España; es cinematográficamente más ambicioso, aunque su candidez política yace protegida por el diseño de arte y las piruetas formales. La historia es sencilla: el celoso novio colombiano de una mucama de la misma nacionalidad se refugia, tras ser acusado de un crimen, en una habitación de la mansión en la que trabaja su novia, sin que ella lo sepa. Y así pasan los días, y así la enajenación va en aumento. Ya había escrito sobre el film.

Dos de las mejores películas de la competencia iberoamericana, la argentina Rompecabezas, de Natalia Smirnoff (ver aquí para una crítica del film), el retrato de una mujer que se redescubre a sí misma a los 50, a propósito de apasionarse con los rompecabezas, y Los famosos y los duendes de la muerte, de Esmir Filho, un estudio poético y arriesgado sobre jóvenes suicidas, se llevaron el premio de la crítica internacional. La película de Filho es sin duda una película compleja: en el sur del Brasil, en una colonia alemana, el nihilismo acecha. El protagonista, quien vive con su madre y es amado por ella (y quien intuye que su hijo no está nada bien), se hace llamar Mr. Tambourine, un alusión a Bob Dylan, quizás el significante salvífico en el imaginario del joven. A menudo, el joven chatea y escribe pensamientos sueltos, o breves relatos que postea en la web.

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