El museo escondido de Ongamira

Nota de José Hernández
El Centro Recreativo Cultural Deodoro Roca resguarda el pasado de una inhóspita región. Una pulpería de 1880 es el válido refugio de 23.800 piezas de todo tipo.La silenciosa y hasta olvidada valentía de los dueños de la tierra, que prefirieron arrojarse desde las alturas al vacío, antes que entregarse al conquistador.

 
Luego de desandar los 17 kilómetros, desde la ruta nacional 38 transitando la provincial 17 rumbo a Cañada de Río Pinto, hasta las cuevas de Ongamira, pareciera que nada más hay para admirar en este pródigo paisaje serrano donde desfilan sin cesar los atractivos naturales, estallando en las alturas con sus mil colores.
El cerro El Pajarillo, aún con su misteriosa mancha inalterable en el tiempo que llama como imán a los creyentes de la ovnilogía y los misterios insondables del más allá.
Los Terrones y su tierra colorada, que los diferencia de todo el crudo entorno de piedra. El cerro Colquichín, donde aún  en el sepulcral silencio que lo envuelve parece resonar el estampido del arcabuz español y el grito de agonía de la última resistencia indígena en épocas de la conquista española en 1574 que sesgó la vida de 800 hombres.
Porque hasta este jalón se encuentra en la región: la silenciosa y hasta olvidada valentía de los dueños de la tierra, que prefirieron arrojarse desde las alturas al vacío, antes que entregarse al conquistador.
Una reserva natural privada parece advertir que se está ante valores intangibles, con la premisa de preservarlos en estas épocas modernas.
Solo un pequeño, despintado y hasta inadvertido cartel invita a desviarse anunciando “Museo Deodoro Roca”. De ahí en más una breve aventura, en esa ausencia de viviendas y habitantes a quién acudir para guiarse, el corte abrupto de la huella que finaliza y una construcción que pareciera salir de una antigua pintura que habla de matreros y caballos atados al palenque, de facones y trabucos naranjeros.
Sin anuncio alguno, menos indicación válida, se está frente al museo Deodoro Roca albergado por una pulpería que carga en sus paredes de adobe la friolera de 129 años. Válido refugio de 23.800 de las más insólitas y variadas piezas de colección, en el marco del homenaje a uno de los inspiradores y redactores de la Reforma Universitaria.

Historia de pasiones
El visitante, para advertir su presencia, debe aplicar el antiguo y efectivo llamado con sus manos (extraño, al menos, en un lugar de estas características), para ser atendido por el dueño del lugar: Humberto Feliciano Supaga, que de inmediato advierte “en este museo no se cobra entrada” mientras introduce la enorme llave en la arcaica puerta.                                                                Muestra los diversos ámbitos y antes de recorrerlos, explicando minuciosamente cada rincón, nada puede evitar que este descendiente de árabes se apasione y relate la íntima relación de su bisabuelo con Deodoro Roca.
“Deodoro y sus amigos cambiaron su habitual lugar de veraneo en Salsipuedes por estos parajes de Ongamira, si no había lugar en el único hotel armaban su carpa en las cercanías. Con ocho renombrados reformistas, aquí  proyectó y se dio forma a la Reforma Universitaria”, afirma.
La máquina de escribir Continental, que atesora en una vitrina, es el mayor de sus tesoros y asegura a pie juntillas que en ella se escribió el histórico Manifiesto.
A esto se suman los prolijos escritos judiciales en las paredes, por los cuáles Roca defendió al bisabuelo de Supaga en un juicio que tuvo como actor y principal protagonista, curiosamente, a un toro propiedad del mismo (Ver: El toro agraviado).
Las paredes del museo jalonadas por desteñidas fotografías de Deodoro Roca con su bisabuelo árabe, parecieran corroborar sus dichos de relaciones cuasi familiares.
También el impulso inicial de 1995, cuándo comenzó a reunir las piezas que hoy componen el museo reflejo de la región.
“Comencé a reunir las piezas tiradas en antiguas propiedades de la zona y adquirí este lugar, una pulpería, que a pesar de datar de 1880 se mantiene en pie y fuerte”, rememora Supaga.

De todo como en botica
En el aparente desorden del museo se acumulan piezas de todo tipo. Armas antiguas, sables partidos, puntas de flechas y hasta restos de un meteorito, piezas de cerámica que dice antiquísimas y artefactos mecánicos del pasado.
Pero Supaga se apasiona al momento de describir los cuadros, obra de Eva y Karl Zewy que un día desaparecieron para no regresar de su cercano palacete camino a Cañada de Pintos.
Los cuadros, aún no restaurados en su totalidad y de gran tamaño, representan escenas familiares de sus autores con el apasionante atractivo de los ojos que parecen fijarse en los visitantes y acompañarlos en su recorrida.
Si de pasiones se trata, nadie duda que anidan en “el Deodoro Roca”, perdido y sin cartel en la profundidad de las serranías.

El toro agraviado
El juicio, en que Deodoro Roca defendió al bisabuelo árabe de Humberto Supaga, quizá ya se haya escrito en el bagaje judicial de nuestra provincia. Porque en los hechos Roca no defendió al hombre, sino que dio entidad en esa causa al propio toro y ejerció su representación legal.
Los hechos se suscitaron cuándo un visitante casual fotografió al toro de marras, propiedad del árabe. El vacuno, al parecer de pocas pulgas, arremetió con fiereza e hirió al hombre que presentó una demanda contra el propietario del animal.
Roca desplegó su estrategia sagazmente, basándose que el visitante era realmente quién había invadido y agraviado al toro con su accionar en su hábitat natural.
Los jueces le dieron la razón y la demanda no prosperó, sacando pasaje a la anécdota en primera clase.

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